viernes, 30 de mayo de 2008

Explicación racional


Mientras tomaba el primer mate de la mañana, Pefati abrió el diario. Pasó la sección internacional, leyó algún titular sobre información nacional y se detuvo en un recuadro pequeño de policiales: “Sigue prófugo el ladrón de supermercados”, anunciaban esas líneas. En silencio, mientras la radio sonaba de fondo, se sumergió en aquel artículo y decidió recortarlo. Con el papel en la mano, lo pegó en la pared de la habitación de su pequeño, gris y austero departamento de algún barrio del conurbano bonaerense.
Se lavó la cara, miró el espejo y en un instante en el que sintió como la vida lo atacaba con disparos de imágenes, reflexionó : “¿qué me queda?”. Sabía que lo buscaban, cargaba con más de cien asaltos en los últimos 15 años. Quizá tenía algo a su favor, nunca lo habían atrapado.
Pefati entró al robo meses después de haber sido despedido de la fábrica en la que trabajaba como operario de planta, comprada por una empresa brasilera a mediados de los años 90’. “Reducción de personal, Pefati” le dijo un trigueño de ojos color marrón en un español muy aportuguesado o un portugués muy españolizado. Al mes la pareja lo dejó por el dueño de una remiseria de su antiguo barrio. Nunca más supo de ella.
Esa mañana, después de pegar el artículo en la pared, salió a caminar por la avenida. Se detuvo en unos pocos locales, preguntó algunos precios pero no compró nada. Para el mediodía sus jeans algo gastados ya lo molestaban, frenó en una plaza, juntó algunas monedas del bolsillo y compró una cerveza Quilmes, bien fría. En la sombra que ofrecía un tilo, volvió a preguntarse: “¿qué me queda?”. No tenía familia, ni mujer, no reconocía a nadie como amigo, solamente algunos que bebían de la misma agua turbia, por necesidad o placer, que él, en fin… nadie.
A sus 41 años de vida, el destino le estaba haciendo un llamado de emergencia en ese momento, pero él no creía en el destino. Cómo iba a creer en eso, su destino lo había abandonado, su ángel no estaba en los momentos decisivos. Sólo la sombra lo acompañaba en las noches, mientras el hombre, como burlándose, instigaba: “qué raro que no me dejó mi sombra”.
Después de dar vueltas por la ciudad, cuando volvió al departamento de aquellos monoblock -obvio-, una patrulla estaba estacionada en la puerta con dos agentes. Mientras uno tocaba el timbre, el otro miraba para arriba buscando alguna ventana. La idéntica arquitectura de los bloques de cemento y la poca predisposición que tenían los transeúntes de la zona con cualquier tipo de representante de la fuerza, complicaron la tarea de los policías. Los efectivos decidieron, por su propia integridad, salir del lugar cuando caía el día sobre el humeante horizonte del conurbano.
Poner la llave en la cerradura, era para Pefati una muestra más sobre la soledad y falta de estímulo que lo rodeaba. El simple sonido de los metales chocándose resumía el apagado y sin sentido estilo de vida que llevaba. Mirar las paredes una y otra vez significaba encontrar día a día nuevas pequeñas imperfecciones.
Entró a la habitación, leyó uno por uno los casi 200 artículos periodísticos donde salía información sobre algún robo que haya cometido. Estuvo durante toda la noche mirándolos. La pregunta se volvía a aparecer por su mente y recordó. Buscó dentro suyo desde el primer registro de recuerdo. Era la madre, limpiando el piso en la cocina de su casa en la infancia mientras él pintaba sobre la mesa. Siguió reconstruyendo, esta vez apareció la primera novia, la de adolescencia y las tardes tomando cerveza en el parque.
Las figurabas pasaban, su terapia de autoayuda lo hacía olvidar, escaparse al mundo de sus recuerdos. Hasta que llegó al momento en el que se encontraba y la pregunta nuevamente, ya como una amenaza a su ser, aparecía: “¿qué me queda?”. Pero esta vez la respondió. Escribió la contestación dos veces, sobre dos papeles diferentes. Uno, el primer artículo que tenía sobre sus asaltos, el otro el último, ese que al inicio del día leyó. Sobre las líneas ya amarillentas de aquel Clarín del año 1993, con una lapicera roja escribió “nada”, los mismo hizo con la otra noticia.
Esa respuesta siginificaba una ausencia, una falta. Pefati nunca supo explicar falta de qué y a los dos minutos que terminó de escribir, agarró su revólver calibre 38, abrió la boca, sintió el frío del caño sobre sus labios y temblando apretó el gatillo.
A los pocos días, la policía encontró el cuerpo. Dijeron que se había suicidado porque Pefati sabía que ellos lo buscaban, tampoco supieron explicar.




dibujo Nahuel Torras

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A veces hay pocas cosas que explicar.
Buen cuento

Anónimo dijo...

Muy bueno colorado, atrapante, inesperado, real, cruel, emocionante, triste, solido jajajaja.

DAmian.